martes, 16 de septiembre de 2014

Una historia de amor. Primera parte.

Hoy hace seis meses que le dije a Luis que sí…que tomaba la decisión consciente de caminar juntos, era un 16 de marzo y estábamos en Cáceres, viajando por Extremadura, pero nuestra historia no comenzó ahí…

Lo primero de nosotros que se encontró fueron nuestras letras…

Desde que llegué a España me inscribí a las páginas de internet para conocer gente, -había que divertirse un poco en medio de laboriosas actividades académicas-, uno puede en estos medios pasarse mucho tiempo aprendiendo cosas, entendiendo las dinámicas de la virtualidad; somos como habitantes de una pecera, los habemos -como en la vida real-, de todas las formas, tamaños y colores, con todas las diversas, extrañas e interesantes intenciones.

 Mi premisa era sencilla: si alguien como yo está aquí, habrá otro loco y desadaptado buscando…

Aprender a nadar en estas aguas tenía que ver con buscar las formas más propicias para no ser comida de tiburones o convertirse de un día para otro en cardumen, había que sortear muchas rémoras y aprender a aguzar la vista ante la posibilidad de encontrar tesoros escondidos entre las algas… 

Había para entonces organizado algunas estrategias para sortear a las rémoras y cuando alguien me abordaba soltaba una retórica pregunta trampa, dependiendo de la respuesta aquello podía avanzar o morir ahí mismo.

Un día de mediados de octubre del año pasado un duende me abordó, sorteó muy bien la prueba y poco a poquito, de manera sigilosa, tenue, juguetona se fue acomodando en mi cotidianidad. 

Platicamos durante muchas noches, me parecía agudo en sus apreciaciones, pero frecuentemente deslenguado, es como si no tuviera sensores de lo propio o impropio, pero siempre su inteligencia superaba a su desconocimiento de lo políticamente correcto, era como estar hablando con un niño ajeno a los convencionalismos.
Un día me dijo: ¿sabes que ya estoy enamorado de ti?
Yo le dije que eso era tonto, que no podía ser, que ni siquiera sabíamos de nosotros más que lo que unas fotos nos mentían de uno y de otro y él me contestó: -Claro se me olvidaba que tienes que olerme para que la parte de tu instinto me apruebe o me descalifique, vale lo entiendo, no lo diré hasta que me hayas olido.

 La primera vez que lo vi en persona habíamos quedado en mitad del camino, a la salida del metro Infanta Sofía, en la última estación de la línea 10, en San Sebastián de los Reyes.
Cuando iba subiendo las escaleras, había un hombre bajito, barbón, fumando y le preguntaba algo al guardia del metro, pensé: ojalá sea ése, nunca me gustaron los hombres bajitos, pero él me parecía guapísimo.
Cuando me vio no dudó un instante, fue hacia mí y me abrazó, yo creí que era un acto muy impertinente abordar así, de pronto, mi espacio vital.
Me sentí incómoda, invadida, él no se dio por aludido, sólo confesó abiertamente que estaba muy nervioso.

 Fuimos a tomar un café al bar más cercano a la estación y a mí me revolvieron dos sensaciones simultáneas, por una parte una tranquilidad muy grande, me hacía sentir cómoda hablar con él y por otra parte me daba intranquilidad su franqueza que resultaba en ganas de salir corriendo.

-¿Y bien? ¿He superado la prueba del olfato y la vista o no volverás a querer quedar de nuevo conmigo?
Yo no sabía qué contestar, seguía invadida por la ambigüedad de las dos sensaciones que me había provocado, así que le dije que tenía un ensayo y tenía que irme, me ayudó un poco con una tarea sobre Helena de Troya que debía entregar esa misma tarde y luego me fue a dejar de nueva cuenta al metro.
 -¿Cómo te sientes? Le pregunté.
 -Genial, me contestó. Si yo ya sabía que estaba enamorado de ti, que sólo cuando te viera cobrar forma al salir de la estación del metro, supiera que existes y que estás aquí, yo ya no necesitaba nada más.
Bueno... quizá sí, una cosa más, para saber que fue la cita perfecta.

Yo ya sabía lo que me pediría antes de que lo dijera, así que me lo pregunté yo antes.

Tenía esa mirada tramposa de gatillo abandonado, sus hermosos ojos verdes, su sonrisa de niño debajo de una barba que se había dejado crecer porque yo le dije que me gustaban los hombres barbones.

Y me contesté: ¿por qué no?

¿Un beso?

Es un extraño personaje extraño, pero quiero dárselo y no volver a verlo jamás.

Salir corriendo por las escaleras del metro, huir y no volver atrás…

Un beso.