Mi última terapeuta –de una larga lista-, experta en
trabajar con temas postraumáticos me dijo –entre muchas otras cosas-, en relación a mi
último accidente:
-Eres una sobreviviente y tienes que asumirlo y trabajarlo.
La idea me molestaba, me llevaba a pensar en debilidad, en
vulnerabilidad; tanto que trabaja uno en la idea de hacerle frente a muchas
cosas y luego viene la vida y te sienta de dos cachetadas.
Con regularidad tengo problemas para aceptar las cosas sobre
las que nada se puede hacer… -como si pocas fueran las perras-, pero ahí están,
viéndote a los ojos. Diciéndote en voces de viejitos de todos los lugares y
todos los tiempos:
-No somos nada…
Mi madre remata con aquello cristiano de:
-Uno propone hijita y dios dispone…
Formas varias que tiene la vida para sentarte en un chayote
cuando ya te estás pasando de salsita.
Lo segundo que me dijo aquella terapeuta extranjera –muy del
tipo hippie de los que se quedan (aún no sé por qué)-, en San Cristóbal:
-Tú sacas valor del miedo, de ahí proviene tu fuerza,
aprende a manejarlo…y me enseñó una técnica para usar el día que tuviera que
meterme de nueva cuenta al avión que me traería de vuelta a Madrid.
En realidad no era nuevo, siempre he tenido miedo a los
aviones.
De toda la vida he soñado con que los veo explotar en el
aire, chocar contra una montaña, o hacerse pedazos antes de terminar de
despegar; la sensación que me invade es
de un miedo total. Ese sueño comenzó incluso mucho antes de que yo tomara por
primera vez un vuelo y me ha perseguido desde entonces.
Así que ya desde antes de que el accidente del autobús me
sumara más miedos a los que ya eran míos, éste ya estaba en la lista.
Puedo enumerar las anécdotas que ilustran esta fobia.
Una ocurrió cuando viajaba de la ciudad de México a Lima,
Perú. El vuelo iba a hacer escala en Panamá así que tenía que prepararme para
dos despegues y dos aterrizajes.
El sitio que me asignaron era en medio de un grupo de tres
asientos. He probado varios sitios para ver si alguno me producía menos estrés,
pero creo que por lo menos eso en mí, sí es absoluto, no importa donde me meta,
el miedo -hasta ahora-, se presenta puntual a la cita.
Cada que sé que voy a volar hago recopilación de las
diferentes técnicas teatrales que recuerdo y que pienso me puedan ser de
utilidad, busco en ejercicios de respiración, de concentración, de relajación,
de distracción, aunque al final siempre termino rezando las tres aves marías
que me dijo mi madre que me salvarían de todo.
Si me veo desde afuera pienso que sí he de parecer un
“poquito” rara.
Cierro los ojos, la respiración va in crescendo, las manos se me van contrayendo hasta formar puños,
intento suavizar los movimientos, pero me descubro murmurando los rezos y
mientras me repito que todo va a estar bien y me sincronizo con el avión y su
vertiginoso aumento de velocidad –y sobre eso yo no sé por qué a nadie le
parece que el sonido que hace es como para pensar que ha llegado el fin del
mundo-, mientras todo es ruido y tensión, entreabro los ojos para admirarme de aquellos que pueden leer o dormir en medio de
ese caos, de ese momento previo antes de que todo se juegue en un buen o
fatídico despegue.
Todo eso pasa siempre que me repito que ir, andar, conocer, tiene que ser más fuerte que el miedo a volar.
Nunca, salvo esos casos, me sudan las manos, para entonces
se han hecho agua y de pronto…
La sensación absoluta de que se perdió la conexión con la tierra,
de ahí en adelante, tú ya no dependes más que de las habilidades científicas y
su acertado manejo.
Y es justo en ese momento cuando yo pierdo.
Lo pierdo todo, el control, la respiración, la calma, los
rezos, la compostura y salto.
Salto irremediablemente con una fuerza que es más grande que
mi vergüenza y que todo lo que pueda contener mi miedo.
En ese viaje salté sobre la mujer de a lado, la abracé sin
darle oportunidad de nada. Ella se aferró a mí y empezó a decir cosas para
tranquilizarme, me tomó de las manos y habló y habló cosas que no recuerdo
hasta que el avión se estabilizó y yo caí en mí, en que todos estaban dando
seguimiento con miradas furtivas a mi
caso.
La solté de inmediato.
Era una mexicana que estaba viviendo desde hace un año en Panamá
porque su esposo era de ahí. Se habían casado hace no mucho y ella retornaba de
sus primeras vacaciones en México.
Grande y robusta, blanca y de sonrisa agradable, tenía el
físico de regia, pero no, era chilanga como yo.
Su plática me dio tranquilidad y no fue sino hasta tiempo
después que percibí el detalle del rosario apretado entre sus manos. Entonces
supe que ella también tenía miedo, pero como se encontró otra más loca que
ella, se olvidó de lo suyo y se dedicó a tranquilizarme.
En otra ocasión al volver de La Habana a Cancún, viajaba con
mi mejor amiga, pero nuestros asientos estaban separados, en realidad de
extremo a extremo, ella en la entrada y yo en la cola.
Es una tontería porque debimos haberle pedido a alguien
cambiar de asiento para que si a uno le
da por estrujar sea por lo menos a una conocida.
Esta vez me tocó pasillo, también en un grupo de tres
asientos, dos hombres cubanos ocupaban los otros lugares.
Comencé la operación “todo va a estar bien aunque no lo
parezca” en la serie conocida, sin importar el orden, cerrar ojos, empuñar,
respirar, relajar, rezar y…
Saltar.
Las experiencias sin embargo varían en función del
capitalismo “tú lo sabes” y no es lo mismo viajar en una u otra compañía y de
entre las que más te hace dudar de que eso no es un –como diría el arqui Mala
facha-, microbús con alas, está Cubana,
¡Ay mamacita!
Ahí sí que siente uno la vibra, bueno también en el Viva
microbús, pero no era el caso…
Volví a saltar y creo a murmurar los rezos, ahora me costó
mucho entreabrir los ojos, pero pude
escuchar que los hombres de un lado se decían el uno al otro:
-Dile algo…
-No, dile tú…
-Ay anda pobrecilla dile tú…
De a poco pude abrir los ojos, pero sin salir del periodo de
rigidez que a veces acompaña la crisis. Las azafatas comienzan a circular, la
gente platica, y de pronto lo imprevisible en un vuelo: las turbulencias.
Ahí sin previo aviso, sin preparación ni nada, salto y
comienzo el protocolo, intento que la respiración no sea muy escandalosa, esto
sin lograrlo mucho porque en esa ocasión volví a escuchar a los hombres:
-¡Que le digas algo!
-No. Yo no, mejor dile tú…y cierra la ventana para que no
vea nada.
-Joooooo pero está atorada.
-Bueno ponle esto anda que lo que importa es que no vea.
Hemos pasado la zona de turbulencias anuncia el capitán, yo
rígida aún, vuelvo a abrir los ojos, poco a poco, vistazo a mi alrededor.
Descubro a los dos hombres viéndome atentamente, con cara de
preocupados, sonríen y me dicen:
-¿Tiene miedo?
Yo no sé qué responder, porque para adentro me decía:
Nooooooooooooo hombre, ¿yo miedo? No sé por qué lo dices si
yo actúo así siempre…
Alcancé a asentirles muy sutilmente.
-No se preocupe, usted tranquila que nosotros la vamos a
cuidar, aquí estamos con usted.
Y para adentro pensaba ¿y eso qué? Si esta madre se cae,
ustedes, yo y todos aquí vamos a quedar hechos una papa frita.
Muchas gracias -en tono muy bajo-, alcancé a responderles.
Yo sé que mi deseo de viajar es más fuerte que el miedo a
volar, así que he aprendido a aceptar que lo uno viene con lo otro y que en
medio de todo están los panchos aéreos que me armo.
La primera vez que escuché en un vuelo que la gente al
finalizar el aterrizaje aplaudía, me dio mucha risa, me parecía primitivo, ahora
lo entiendo, creo que todos nos subimos a esos animalones asumiendo un riesgo,
como todos los que se toman en la vida, y que al aplaudir celebramos la
conexión con la tierra, la vuelta, la oportunidad de no ser un número más de
las estadísticas.