Madrid, España.
Vivir la idea del extranjero sigue siendo una asignatura en
continuo aprendizaje.
En México siempre veía en los extraños, en el otro, la idea del extranjero; pensar en que ahora
yo misma lo soy no termina de entenderse en su totalidad.
Sólo voy andando sabiéndome distinta a la mayoría de los que
caminan por las calles, aunque esta ciudad sea tan multicultural los menos se
parecen a mí.
Insertarse en un país extraño conlleva a prácticas diversas,
una muy frecuente y singular que se realiza incluso de forma inconsciente es
crear burbujas en donde tu comunidad termina siendo un grupo de gentes que
comparten: el ser extranjeros.
Y resulta entonces que cuando uno se da cuenta los amigos
lugareños son en realidad verdaderamente contados.
Esta idea de reunirse con sus símiles con quienes se
comparte la idea de ser ajenos parece ser el pegamento.
Vivir aquí comienza con la idea de que por los altos costos
del hospedaje, el destino es la convivencia en un llamado “piso compartido” que
consiste en tener una habitación para uno y precisamente compartir las áreas
comunes (cocina, sala, comedor, y en ocasiones el baño).
Una habitación de éstas varía en función del país y la
ciudad europea en la que se desee vivir. España es de los países de la Unión Europea
que puede considerarse más económico, aun así los costos se elevan cuando
hablamos de vivir en la capital y varían también en función de lo cercano o
lejano del centro de la ciudad.
Así una habitación puede costar entre 200 euros el mes para
las provincias y 300 a 500 euros en Madrid. Algunos precios incluyen los gastos
y otros no. Así que para la percepción económica de un Latinoamericano es
bastante dispar, obviamente me refiero a quienes viajan a Europa por estudios y
con el presupuesto ajustado a una beca cotizada en pesos mexicanos, no así a
los turistas fresas (pijos) que por supuesto no consideran esta opción.
El mundo del extranjero se teje comenzando por su piso,
conviviendo con otros caminantes que transitan por aquí.
El mío ubicado en la
calle de Chinchilla a media cuadra de la Gran Vía –avenida principal de Madrid económicamente
hablando-, comenzó albergándome a mí, a dos jóvenes y enamorados italianos de
Milán (Giada y Alberto) que compartían una habitación, y en la otra dos belgas, amigos entre sí que
viajaron juntos a hacer prácticas de hostelería, uno de ascendencia congolesa (Junior) y el otro de marroquí (Bilal).
El piso de Chinchilla
comienza su historia con nosotros, ahhh lo olvidaba, y el arrendatario, el señor Francisco, personaje
de más de ochenta años, español “de pura cepa”, de Cuenca, escritor de un libro
que siempre insta a comprar, católico de esos que el domingo van invariablemente
a misa, que oye poco, y gusta de quedarse en la sala viendo tele, como portero
del piso, personaje peculiar e imprescindible de la historia; el piso se cuenta
-misteriosamente-, que antes fue muchas otras cosas, y su historia como
albergue para estudiantes inicia con nosotros.
Así que un día que llamamos “nuestra navidad” llegaron los
muebles, una lámpara para la sala, un
sofá cama, dos sillones, las cortinas para la habitación italiana y un
escritorio para mí.
Con nuestras manos armamos todo y fue el punto de partida
para hacer de ese espacio, nuestro pequeño hogar…
Han transcurrido ya tres meses, cada cumpleaños lo
celebramos cenando juntos, cantando las distintas versiones de felicitación,
compartiendo las comidas de nuestros países, presentándonos amigos y haciendo
más grande el círculo de extranjería.
Se quedan inscritas en las paredes las historias.
Se han ido primero Bilal y Junior, llegó Mayra de Colombia a
contarnos de Química y reaguetón, luego Julia la yanquie “buena onda” y Belén
desde Argentina con su exótica profesión de neurocirujana.
Se han ido éste sábado los abuelos italianos y se llevaron
consigo un pedazo de este hogar. No
pudimos evitarlo y lloramos casi todos cuando partieron.
Duelen más porque son los yayos, los nonnos, es curioso
porque son incluso los más jóvenes, pero se cuenta que los italianos son así,
generan familia en donde estén.
Si alguien de la casa
se tardaba, ya estaba Alberto preguntando dónde estaba y si estaba bien. Giada
poniendo orden –como matriarca-, listas de aseo, compraban vasitos para todos,
ponían un mantel y gritaban al entrar a la casa un ¡holaaaaaaaaaaaaaaaa!
Los abuelos se han ido para recordarnos de pronto que esto
es transitorio, que estamos lejos de casa y que partir en fin de semana es una
crueldad.
Creo que una de las mejores cosas de viajar al extranjero, es sentirse extranjero, poder ver desde la distancia, analizar casi científicamente los lugareños, no dar nada por hecho, no dar nada por sabido y un buen día descubrir... que lo que realmente estas conociendo en profundidad es a ti mismo.
ResponderEliminarHuy que si nooooooooooooooo
EliminarSí y además de que el aprendizaje es en varias directrices... al menos, compartimos en que fuera del área de confort del país, los nacionales en el extranjero suelen ser amigables o no pero las raíces latinas nos brindan un apoyo que jamás uno esperaría obtener tanta hermandad!!!
ResponderEliminarViajar es el mejor aprendizaje, te confronta...
Eliminar