Cuando llegué por primera vez a Madrid, hace ya cuatro años,
me instalé en un piso compartido en Alcalá de Henares.
Han pasado desde entonces infinidad de cosas.
Ahora quiero recordar una del principio que se enlaza con
otra del hoy.
Traía como muchos latinoamericanos “la espada desenvainada”,
no quería pensar en que estaba arribando a la tierra enemiga.
Todo me parecía que estaba bañado por el oro arrebatado al
imperio azteca y todos estos hijos de Cortés no entendían nada de nada.
No me gustaba la comida, me parecía que siempre era la misma
en todos los menús.
Me chocaba escuchar el griterío, el dejo de “perdonavidas”
con el que andan los españoles por ahí, ajenos a todo lo que es “edpañol, pero
no de Edpaña”, así que me la pasaba con los auriculares puestos intentando
evadir la idea de que no estaba en México y no lo estaría por un buen tiempo.
Han pasado cuatro años y puedo decir que entendí que el “perdonavidas”
es el ancestral gandalla mexicano; que las albóndigas, aunque no tengan chile chipotle
si las hace el abuelo Felipe están para chuparse los dedos; que, aunque los
bocadillos no tengan más que jamón y queso, es el jamón más rico y el queso
curado más apestosamente delicioso; que las cañas son sociales aquí y allá; que
tener un océano de por medio no me ha hecho sentir lejos de casa.
Que una familia no tiene nacionalidad.
Madrid, Madrid, Madrid…
Tierra lejana y mía, tan mía como la sangre de la tierra
compartida en la más entrañable de las uniones…
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